Un zepelín y un volcán, los indios que perdieron sus territorios y la reina que una vez conquistó el mundo; encuentros con rayos, con estrellas fugaces, con canciones y dentro de canciones; Emily Dickinson y los ojos que se cierran para ver, como el Cuadrado negro de Malévich que antes de él pintaron otros; una ciega mirando una vaca, dos prostitutas romanas, un soldado que se rompió los dientes para volver a casa y que podría ser cualquier desertor de cualquier batalla…
En este entramado de personajes y tiempos que transita por la crónica, el ensayo y la fabulación, Mireya Hernández recorre los últimos dos siglos intentando asir una realidad oculta, invisible como la escritura, y, como en Las mil y una noches, cuenta historias para sobrevivir. Los relatos se transforman en espejos que reflejan un mundo fragmentado, y entre guerras y bailes, las dudas se multiplican, se suceden las preguntas y lo cotidiano se mezcla con lo extraordinario bajo el prisma del asombro y el humor.
Aquí el mundo suena discordante, pues lo oímos a través de unos soldados que atacan enemigos en la niebla, o del hielo chocando con el casco de un barco, o de un piano desafinado, pero su melodía podría escucharse desde el espacio.
«Me recuerda al acto de escribir, de poner en palabras las ideas y las cosas, de dotar de volumen a aquello que hasta ahora estaba circulando por nuestra mente, de asirlo al papel como quien clava una mariposa en una tabla con un alfiler. ¿A dónde van si no todos esos pensamientos, esas imágenes? ¿En qué limbo flotan si no los apresamos? Anotarlos aquí ahora, llenar este papel que hace un rato era blanco, es una forma de arrancarle unos fragmentos al vacío que crece, que decía Perec».