La amenaza de catástrofes nucleares, amenaza que sólo las catástrofes reales pueden hacer creíble, es la condición necesaria para afirmar el poder de los dirigentes, para asegurar en la calma el paso de una sociedad democrática, aunque ésta no sea más que un simulacro, a una sociedad tecnocrática de tipo autoritario.
En nuestras sociedades contemporáneas las tragedias ya no se repiten como farsas, directamente se transforman en destinos turísticos. Tras la emisión de la miniserie Chernobyl, el número de visitantes a la región fantasma en torno a la vieja central nuclear creció espectacularmente, si bien en 2018 ya había sido de 71.862 personas. La banalización del mal no conoce límites en la era de la mentira desconcertante. La idea de que Chernóbil fue «sólo un accidente» que hoy podemos conmemorar alegremente, o incluso visitar los lugares irradiados con la intención de conseguir un selfie impactante, es un ejemplo más de esa servidumbre voluntaria de la que hablaba Roger Belbéoch. Los miles de muertos provocados por el accidente, las consecuencias para la salud de miles de niños bielorrusos, la gran mascarada y las mentiras flagrantes de los «expertos» durante la gestión de la catástrofe y de las consecuencias posteriores, todo ello parece haber pasado al terreno de la ficción sin mayor problema.
En los dos textos que componen el libro (Chernoblues, 2001, y La sociedad nuclear, 1990), Roger Belbéoch, físico de profesión y referente de la lucha antinuclear, muestra que la energía nuclear no sólo crea perjuicios para la salud y el medioambiente: propicia también un tipo de sociedad autoritaria, la única verdaderamente compatible con la civilización industrial coronada por el átomo, donde la servidumbre ciudadana se pliega al dictamen de los expertos de la tecnoburocracia.