Veintidós cuentos picantes
Edición de Alfonso Martínez Galilea
Logroño, noviembre 2025
Primera edición
ISBN 978-84-10476-39-4
104 págs., 14.5x21 cms.
Encuadernación: rústica con solapas

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Veintidós cuentos picantes

«Gracia, naturalidad, colorido y algo de sal gorda es lo que pueden encontrar en estos Veintidós cuentos picantes que acaban de llegar a los escaparates, protagonizados por frailes, monjas, viudas, malmaridadas y algún obispo. […] Si alguna vez se han preguntado, como también los neoclásicos lo hicieron en su tiempo, si la poesía sirve para algo, poemas como El reconocimiento, El cañamón o Las bendiciones de aumento les alegrarán, si tienen, los humores, les levantarán, de paso, la moral y les darán una respuesta: la poesía sirve también para divertirse». —José Ignacio Foronda, Imagina, La Rioja.

Presentamos de nuevo una selección de las inolvidables narraciones eróticas, jocosas y deslenguadas de tan ilustre y libertino escritor, editadas por Alfonso Martínez Galilea, prologadas por Joaquín López Barbadillo e ilustradas con grabados del siglo xviii de Noël Le Mire y de Hubert François Gravelot. Una lectura fresca y acalorada a la par que saludable.

 

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«Y poco a poco, desenterrados de polvo y miseria, fueron naciendo nuevamente a la luz infolios, mamotretos ilegibles, volúmenes latinos, ejecutorias miniadas y bellas, comidas de humedad. Y entre ellos asomó al fin su faz el pícaro del cónclave: era un rollo de quince cuadernillos de a doce hojas, las tres últimas blancas y todas sin coser, en amarillento papel, letra apretada y clara y tinta desvaída, cuya cubierta decía de este modo: Jardín de Venus. Cuentos burlescos de don Félix María Samaniego. Escriviólos en el Seminario de Vergara de Álava por los años de 1780 y tienen burlas de frayles y monjas y mucho chiste y regocijo. [...]
Ávidamente cogimos un pliego y empezamos a leer. Leíamos en voz alta, entre pausas de risa. Era una vena saltarina, fresca, de gracia a chorros, de ingenio a raudales, ¡pero de qué malditos temas, santo Dios! Al cabo, ante una frase más gorda y más redonda, hicimos una pausa, y nos quedamos un poco perplejos mirando la cabeza nevada del buen cura.
Y el buen cura nos dijo:
—Ya, ya, hijo mío… Comprendo… No sigue el cuento, por buenos respetos… Miramientos, ya digo, al ministerio y a la edad. Pero llévelo, llévese el librillo si gusta, y huélguese por su mundo con él; [...] Un ratillo de risa, que aparta el ánimo de otras cosas peores. No hay, hijo mío, ningún pecado gordo que se cometa riéndose, ya digo. Mientras está uno riéndose no queda pensamiento para ofender a Dios». —Del prólogo de Joaquín López Barbadillo