Raras son las ocasiones en las que podemos tener entre las manos un documento como éste, la narración en primera persona de la vida y la actividad criminal de quien fuera considerado en Francia y Canadá, durante los años setenta, el «enemigo público número uno»: Jacques Mesrine (1939-1979). Haciendo gala de gran talento narrativo, Mesrine recapitula sus correrías por medio mundo (Francia, España, Italia, Suiza, Canadá, Estados Unidos) y relata, con todo lujo de detalles, lo mismo sus atracos, robos, asesinatos y espectaculares fugas, que sus amores, amistades, certezas y esperanzas.
[…] Había adquirido la costumbre de mirar a mi alrededor, de fijarme en todos los que se cruzaban conmigo en la calle, en el metro, en el pequeño restaurante donde comía al mediodía. ¿Qué era lo que veía? Caras tristes, miradas cansadas, individuos agotados por un trabajo mal pagado, pero constreñidos a hacerlo para sobrevivir y que no podían permitirse más que el estricto mínimo. Seres condenados a la mediocridad perpetua. Seres que se asemejaban entre sí por la vestimenta y los problemas financieros de fin de mes. Seres incapaces de satisfacer sus menores deseos, condenados a ser eternos soñadores ante los escaparates de las tiendas de lujo y de las agencias de viajes. Estómagos acostumbrados al menú del día y al vaso de tinto corriente. Seres que conocen su porvenir, porque no tienen. Autómatas explotados y controlados, más respetuosos de las leyes por miedo que por integridad moral. Seres sometidos, vencidos, esclavos del despertador. Yo formaba parte de esa mayoría por obligación, pero me sentía ajeno a ella. No la aceptaba. No quería que mi vida estuviera reglamentada de antemano o decidida por otros. Si a las seis de la mañana tenía ganas de hacer el amor, quería tomarme el tiempo de hacerlo sin tener que mirar al reloj. Quería vivir sin horario fijo, pues estaba convencido de que la primera coacción del hombre comenzó en el instante en que se puso a calcular el tiempo. En mi cerebro resonaban las frases habituales de la existencia de todos los días. No tengo tiempo de Llegar a tiempo Ganar tiempo Perder el tiempo Yo quería «tener tiempo para vivir» y el único medio de poder hacerlo era no ser su esclavo. Sabía que era una teoría irracional, inservible para fundar una sociedad. Pero ¿qué sociedad era aquella, con sus bonitos principios y sus leyes? […]
[…] Si bien he robado, nunca he despojado a los pobres. La mayoría de mis atracos han sido dirigidos contra bancos y empresas importantes. Nunca he utilizado la violencia contra un cajero ni contra alguien que transportara dinero. Estoy convencido de haber trabajado siempre con limpieza. No he violado a nadie, ni agredido a ancianos, ni explotado a una mujer. Si he abrazado la aventura, es porque amaba el peligro. Si muchos hombres perdieron la vida a causa de mis balas era porque no quedaba otra opción: o ellos o yo. Se arriesgaron tanto como yo al aceptar el cara a cara. […]
[…] Sabrina volvió de Montreal en el momento en que yo me ponía a escribir un libro sobre mi vida sin rehuir las graves consecuencias que el texto podía depararme a la hora del juicio. Pero había alcanzado el «punto cero», y como ya no tenía nada que perder, me decidí a lanzar «mi verdad» a la cara de la sociedad que muy pronto se encargaría de juzgarme. Aquella verdad, sin embargo, podría ser interpretada como un desafío. Un asesino describiendo sus crímenes indignaría quizá a los honrados ciudadanos. Las últimas páginas del libro amenazaban con convertirse en los primeros peldaños de la guillotina. Pero no tenía la menor importancia. Una celda no es más que una tumba a la que de vez en cuando se le levanta la losa que la cubre para comprobar si el enterrado vivo sigue todavía allí. […]