Diez intentonas de blasfemar contra los sucesores de Dios en nuestro mundo: el Estado y el Dinero, el Trabajo y el Mercado, el Progreso y el Futuro, por la vía más bien indirecta del ataque a algunas de sus manifestaciones más inmediatamente palpables y fastidiosas: la barbarie urbanística; la manía de reformarlo y reestructurarlo todo permanentemente; la sustitución del aire por el sucedáneo químico; la confusión de los servicios públicos con las impertinencias personalizadas de las burocracias estatales; la plaga del turismo (que es lo contrario del viaje); la condena de los estudios a convertirse en un como simulacro de trabajo fabril; los tráficos de sustancias mortíferas y el negocio montado sobre su prohibición; el culto demencial de la alta velocidad; la superstición de la mayoría que hoy se llama democracia; la asimilación de las tradiciones populares vivas por el espectáculo de las identidades culturales.
[...] Detrás de los consabidos intereses económicos, hay otros motivos ideales o religiosos más profundos; esto es, que hay un empeño decidido, fanático y totalitario, en que todo —los edificios, las calles, las ciudades— sea lo más feo, triste, sórdido y horripilante que pueda. Pues era este, en fin —¿no lo recuerdan?— el fundamento de la fe eterna y de toda moral de sumisión: el convencimiento de que todo lo que sea dulce y placentero es, por eso mismo, malo y pecaminoso; que la virtud está en el sufrimiento y la renuncia, en la mortificación y el sacrificio, y cuanto más dispuesto esté uno a sufrir y mortificarse, tanto más santo y virtuoso.